“En realidad, nunca es bueno arrepentirse de nada…
pero prefiero arrepentirme de lo que he hecho
que de aquello que nunca me atreví a hacer”
Para ti, que me has revivido las ganas de escribir
Con los audífonos a todo volumen y la vista fija en la ventana se prescribió la receta de enumerar la semana laboral y política. Aerosmith le recetaba eso del “Dream on, dream on” con Tyler desgañitándose y un suspiro con mayúsculas se le escapó al saber que nada había cambiado, que nada iba a cambiar y que la gente le tiene tanto miedo a un “semicambio” que prefiere seguir abyectamente sometida por los mismos arribistas de siempre. “Y para acabarla de joder –se dijo- yo que sigo sin encontrar una mujer de la cual enamorarme”
Eran las diecinuevequince de ese viernes diecisiete de agosto y los demás pasajeros buscaban su isla para salvarse del naufragio que era el Tasqueña-Puebla. A él, que mucha gracia no le hacía eso de viajar hasta el fondo del autobús, le había tocado el veintiocho (“es el último de ventanilla que tengo” –le dijo la niña que atendía la taquilla), se le hizo fácil, para matar el tedio, inventar historias de cada uno de los que iban abordando: así, nació el cuento de la maestra de inglés cuarenta y tantos de figura esculpida por el gym o por la cirugía (quién podría saberlo) con las tetas a punto de reventar la blusa roja y el maquillaje excesivo que le dieron pie a saber que ella viajaba ya satisfecha(la sonrisa la delataba) de vuelta con el marido pipope que la estaba esperando después de su mañana-tarde de travesuras eróticas con su alumnito veinte años menor y muchos centímetros mayor que el consorte.
También aventuró la confesión del tipo entrado en años que, traje inmaculado de por medio, ocupó el asiento veintidós. Imaginó el rostro de su mujer cuando le dijera que había descubierto su homosexualidad bien arropado por aquel compañero de trabajo. “Cómo puedes saber que es gay?!” le dijo su personalidad más inquisitiva. “Es claro que es puto. Nadie con una dosis de heterosexualidad pone tanto esmero en su arreglo personal”, sentenció mental y lapidariamente.
Al final de todos los pasajeros-historia abordó una chica con una mochila más grande que ella misma. Los lentes de hipster, la mirada constantemente cotejando el número en el boleto con los de los asientos, le hizo fruncir el ceño: “sin memoria de corto plazo, menuda chinga para su vida” se dijo. Fumó mentalmente y pidió a las fuerzas del universo que no fuera ella la ocupante del veintisiete.
Pero ya se sabe, lo dijo el puñetero del Coelho, cuando deseas algo vehemente, el Universo entero conspira para hacerte mierda la vida (¿sí era así, verdad?). De tal suerte, la mochila se fue acercando estrepitosa e inexorablemente al veintisiete. Él tuvo la buena intención de levantarse y ayudarla a poner el inmenso armatoste en el compartimento de equipaje, pero ya se había curado de esa pandemia de la caballerosidad y dejó que otro hiciera las veces de.
Finalmente, los lentes hipster, el cabello alaciado, negro, el pantalón de mezclilla y la blusita estampada, preguntaron: éste es el veintisiete, verdad? Él, que por alguno de esos oscuros motivos había bajado el volumen cuando Pxndx en “los malaventurados no lloran”, sonrió entre lastimero, comprensivo y resignado moviendo de arriba abajo la cabeza mientras se decía mentalmente (“sin memoria de corto plazo, ciega y tonta”, ni cómo ayudarle). Cabe decir que, amén de la megamochila, imposible de cargar por cualquier ser humano, ella portaba una bolsa “de mano”, o lo que podría entenderse por tal. Era descomunal –e igualmente fea.
Él no lo supo hasta la mañana siguiente, pero “El Destino” le había presentado ahí, en ese preciso instante, la primera oportunidad de volver a enamorarse de “La Vida”.
Ella dijo “buenas noches” y él, todavía con la sonrisa comprensiva, lastimera y resignada (o algo que pretendía ser eso) respondió: “buenas tardes…” Ella no supo cómo reaccionar y repuso: “bueno, es que a esta hora ya parece de noche… y con la lluvia, más!” esbozando esa sonrisa maravillosa que él recordaría el resto de su vida.
En ese instante, “El Destino” le presentó la segunda oportunidad para enamorarse de “La Vida” Ella preguntó, con sincera curiosidad, cuánto tiempo duraba el recorrido. Él respondió –casi con fastidio- que si no había tanto tráfico serían dos horas o dos horas y media. “Es que es la primera vez que voy a Puebla desde Tasqueña” –dijo ella a manera de disculpa. Él, que para esas horas no tenía humor ni intenciones de conversar, respondió un “ah!, qué bien…”
Cuando el autobús salió de la terminal, él volvió a sus pensamientos, a sus inventarios de tristeza con la vista perdida en la ventanilla. En los audífonos estaba reverberando el “tenía tanto que darte, tantas cosas qué contarte…” que no pudo hacer otra cosa que recordar cuando hacía doce años, la vida no era simplemente un catálogo de éxitos y fracasos laborales, cuando no era sólo lectura y crítica marxista, cuando la vida era una frenética busca de los labios y la piel, cuando la vida era imaginación y zozobra, ternura y recuerdo, cuando era abusivamente feliz, cuando la vida era “Vida” –así, con mayúsculas.
En esas estaba cuando el atorón de tráfico lo sacó de sus cavilaciones. Era claro que el recorrido iba a durar más de lo esperado y ella, más impaciente que contenta, volvió a la carga: “¿esto pasa siempre?”. Él sonrió, ahora sin comprensión y con solidaridad: “sí, casi siempre, es viernes y todos queremos salir de aquí”- le dijo engolando la voz.
Ella se alzó de hombros, acarició el cabello negro, alaciado y buscó en su bolsa. Ahora él prestó atención en sus formas, en sus dedos largos, en la mirada detrás de los lentes hipster, en el perfume dulce que exhalaba su piel, en su nariz perfectamente delineada, en los labios finamente retocados y podría decirse mil por ciento besables.
Pero no se hizo ilusiones: su voz más crítica y amargada le repitió en el cerebro: “¡tranquilo!, ya sabemos cómo terminan estos encuentros, nada de empezar a hacer plática ni pendejadas semejantes, ¿entendido?” Mientras ella, locura y asedio de buenas nuevas, revolvía en la bolsa descomunal (e igualmente fea que su mochila) hasta encontrar una bolsa de frituras. La sacó con la mayor naturalidad y al abrirla le ofreció a él: “¿gustas?”. El imperceptible pero profundamente largo paso del “usted” al “tú” le dio la pauta. Él pudo responder – de acuerdo a su manual- el tan llevado y traído: “no, yo no gusto, yo encanto…” lo cual provocaría una risa y luego la plática, el romper el hielo y todo lo demás. La tercera oportunidad de volverse a enamorar de “La Vida” se había presentado y él, a cambio respondió: “sí, gracias”. Tomó el remedo de papa que se le ofrecía y volvió a sus pensamientos.
Finalmente, el autobús rompió el embotellamiento e iniciaron –ahora sí- el viaje a Puebla, ella seguía comiendo sus frituras y él sonrió sin saber por qué. Ya no estaba metido en sus pensamientos y sus canciones, la miraba de reojo mientras ella, absorta en la malísima película del camión, se llevaba una a una las tan mentadas papitas.
Intempestivamente, y como si ella hubiera estado todo el tiempo pensando, preparando, anticipando las preguntas, le soltó en una ráfaga: “y vas mucho a Puebla? Tienes allá a tu esposa? Trabajas en el de-efe?” Él, que estaba pensando en cómo le gustaban sus dedos largos, su cabello negro y la nariz perfilada, sólo pudo abrir los ojos como platos y enquistar una sonrisa (o algo parecido a ello), sonrojarse (qué bueno que es de noche y no se nota) y responder una a una sus preguntas, paciente, dulce, clara y nerviosamente… Pero sólo eso, sin retroalimentación, sin un “¿y tú?, ¿a qué te dedicas? ¿qué haces en la vida?¿sabes volar?” No lo sabía, no lo supo hasta después, pero había dejado ir la cuarta oportunidad que “El Destino” le había puesto para enamorarse de la Vida.
Estuvo a punto de aventurarse a iniciar la conversación, a empezar el intercambio de ideas, de pensamientos, de lecturas y fisuras, pero ella, después de la caseta de Chalco, recibió la llamada materna, le explicó que iba a tardar un poco más pero que ya era seguro que llegaba. Él, como quien no quiere la cosa, vio la pantalla del celular: dos niñas hermosas, con la sonrisa de ella. Niñas que probablemente serían sus hijas (o sus sobrinas, quién lo sabe), así que, mejor no, mejor quietecito en el asiento y nada de conversaciones que lleven a más cosas.
Cuando llegaron a Río Frío, como se sabe, la altura sube y la temperatura baja. Ella, con sus mangas cortas de blusa, con los ojos cerrados vueltos hacia el veintiocho, daba una imagen de indescriptible ternura. Así que él, que se estaba curando de curarse de la endemia de la caballerosidad, se quitó la chamarra negra y la puso sobre ella que, al sentirse abrigada, abrió los ojos (café clarito, pudo adivinar él) y sonriendo de la manera más maravillosa de que él tuviera memoria, sólo dijo: “gracias”, para volver a quedar dormida, ahora sí, profundamente. Él no lo supo, no lo sabría hasta la mañana siguiente, pero “El Destino” le había puesto ahí, en ese momento, en ese preciso instante, la quinta oportunidad de enamorarse de “La Vida”
El resto del trayecto es –como se sabe- monótono, aburrido, sin más cosas qué contar, hasta que se entra, verdaderamente a pipopelandia. Las luces del autobús se encienden, ella por reflejo se despierta, lo mira, él sigue volteado a la ventanilla escuchando “Se me olvidó que te olvidé”, extiende su mano hasta tocar su mano y cuando él voltea, ella sonríe otra vez y dice: “gracias, no sé qué hubiera hecho si no me tapas, eres muy lindo”. Llegan a la terminal, todos empiezan a bajar, incluso ambos. Ella toma su megamochila –fea, muy fea, por cierto- y sonriendo le dice: soy Tatiana, mucho gusto. Extiende la mano, sujeta fuerte, mira a los ojos, sonríe, sonríe como si fuera la verdadera vida. Él no lo sabe, aunque lo sospecha, que ahí está otra vez, la sexta oportunidad de enamorarse de La Vida. Mañana lo comprobará…
Así que baja limpia, serena, tranquilamente a recoger su equipaje. Toma la escalera eléctrica y se pregunta “Y si fuera ella?”. Se imagina historias, se piensa con ella, con Tatiana (ahora tiene nombre), tomando café, escuchando, viviendo. Pero no, qué va a hacer? Qué va a ser? Se dice que si ella estuviera esperando afuera, él se atrevería, ahora sí, a decirle algo como “me gustas”, “vamos a tomar café”. Todo esto se lo dice mientras recoge equipaje y toma la escalera eléctrica.
Entonces todo sucede: todo está planeado por El Destino (o alguien igual de macabro). Ella está ahí, a la salida de la terminal, con su mochila (fea, de verdad que es fea), con el pantalón de mezclilla, la blusa estampada, los dedos largos, los lentes hipster, el cabello alaciado y negro, la nariz y los labios, con todo… y él se sigue caminando de largo, con su equipaje, con las ganas de invitarla a café, con la duda del “qué pasaría si…?” Con la certeza del qué hubiera pasado… (certeza imbécil). La séptima oportunidad de “El Destino” para enamorarse de “La Vida” se ha presentado… y no la tomó.
Desde entonces, y a pesar de saber que nunca ocurrirá, quizá por cábala, por desear que la casualidad se repita o por volver a tentar al “Destino”, él adquiere el boleto veintiocho, esperando que Tatiana, la de la mochila inmensa, la de la sonrisa indescifrable, los lentes hipster, el cabello alaciado y negro, aparezca y pregunte nuevamente: “éste es el veintisiete?” Quizá esta vez él la invitaría a café y después, después quién sabe…Vale. Salud y sabed que el destino ofrece siete oportunidades.
Ulises, comprando el boleto veintiocho...
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