domingo, febrero 12, 2006

14 de Febrero.

"-¿y cuál es tu plan para hoy?
- vivir!"
escuchado en alguna conversación.
Ni siquiera se percató de la fecha. Esa mañana se bañó como cualquier día, pensó en los pendientes y los proyectos, en los sueños y las pesadillas a granel. Todo perfectamente planeado para un día más de rutina. Como por azar o frenética costumbre, escuchó la radio y las noticias. La nota roja, los desmanes de la política, el eterno andar hacia el desfiladero. Luego, como su masoquismo alcanzaba cotas realmente risibles, leyó el diario: periodistas comploteadas, guerras, economías en quiebra, un presidente con el IQ de una amiba. El "1984" de Orwell llevado a la realidad. Putamadreó un rato, no se resignaba y, sin embargo, tuvo tiempo para desgranar una sonrisa. No supo por qué.
Movió la cabeza negativamente para asegurarse de no haber perdido la última gota de indignación. Salió a la calle, enfundado en el uniforme del obrero actual. Bostezó mientras esperaba el colectivo, se perdió en las medias y las piernas y la falda y la cintura breve -brevísima- y el perfume y la nariz de la "secre" que iba al trabajo con la pose de diva. Por algún tipo de sortilegio, un escalofrío le recorrío la espalda. No supo por qué.
Llegó a la oficina, perpetró el crimen del café y el cigarro matutino, atacó las teclas inmisericorde, con una fruición cercana a la enfermedad. Volvió a bostezar mientras veía los globos rojos y en forma de corazón pululando por doquier. Se desajustó la corbata que empezaba a ahogarle la garganta, alguien dijo algo y él alargó un suspiro como si nunca antes hubiera tenido la oportunidad de respirar. No supo por qué.
A la hora de la comida vio a todas las parejas tomadas de las manos, las rosas y las tarjetas, las sonrisas y los besos, los abrazos y las miradas, el perfume y las palabras. Todo mientras él, con la vista fija en algún lado -o en ninguna parte- seguía repasando los pendientes para el resto de la tarde. Súbitamente se escuchó cantando una antigua canción. No supo por qué.
La tarde transcurrió sin mayores bemoles y ya por la noche, en el inmundo tráfico, con los cláxones repitiendo la melodía del desespero, a través de la densa nube de smog, empezó a elucubrar el inventario para el día siguiente: hablar con tal, hacer cual, pensar esto y no decir aquello. Mientras el atorón hacía de las suyas y con velocidad era cero, vio en el cielo la luna, más linda que nunca, más redonda que nunca y, por algún atávico proceso, se llevó la mano a la frente, cerró los ojos y se inscribió a una tristeza momentánea. Pero no supo por qué.
El departamento pequeño, más frío que todos los días, le recibió sin diplomacia con las cuentas del agua, luz, teléfono y gas. El refrigerador le mostró con descaro sus interiores desnudos y el control remoto de la televisión se negó a obedecerle. Así que se fue a la misma habitación, en la misma cama, y con el mismo libro que no terminaba de leer.
Sólo entonces, sólamente hasta ese instante, mientras se aflojaba el nudo de la corbata, mientras intentaba quitarse un zapato con la ayuda del otro, repasó su día y encontró el por qué del suspiro, el por qué de la sonrisa, el por qué de la tristeza, el por qué de la mirada, el por qué de la canción. El nombre -que según él había olvidado- le golpeó la boca del estómago, le sacudió las entrañas, lo obligó a apretar los ojos y los dientes. En un proceso inconsciente, el mismo nombre afloró en sus labios como en un murmullo y, lentamente, sin aspavientos ni dramas de por medio, empezó a escribirle una carta sin remitente ni destinatario, en el día más comercial del año.
Luego, liberado de su carga, se dispuso a continuar con la rutina de esta vida sin technicolor.
Vale pues. Salud y que el 14 de febrero sea diferente al 13 y al 15. Nomás por el gusto.
El U.

martes, febrero 07, 2006

Dios no juega a los dados

“Tampoco pienses que pudo ser de otra forma. Imagina la de coincidencias que tuvieron que ocurrir para que tú y yo, envejecidos de tanta niñez, nos arrojásemos a este laberinto sin escalas” -me escupiste desde el café americano del primer domingo que teníamos para nosotros. “Ni tampoco creas que nuestro ayuno de palabras al reconocernos, era parte de un destino manifiesto (no me tengo en tan alta estima de las deidades). Jamás he pensado que fuera un milagro, un prodigio, profecía de Felicidad. Tal vez sólo fue una de esas derivadas con tendencia infinita, alguna integración que no encajaba del todo. Algo así como la ecuación que un niño se aburre de resolver y simplemente deja fuera cualquiera de las variables para darle una solución inmediatista.” Yo seguía pensando esa puta manía tuya de llevarlo todo a la matemática.

Entre fastidiado y desmemoriado sólo atiné a responder: “Por eso, lo de aquí y ahora tiene esa explicación barata y pueril de decir que fue así como sólo dar la vuelta a la esquina y coincidir con tu mirada; o entrar en esa oficina y elaborar tu sonrisa desde algún recuerdo borroso; o pedirme la hora mientras tarareabas la rolita del Joaco y sus secuaces, y yo hacía segunda y te invitaba a café antes de decirte que tenías “la oportunidad de ser una mujer además de una dama”

Suspiraste malignamente: “Ni siquiera tuve la intención de saberte a medias, de conocerte un poco. Yo ya estaba aburrida de esas cacerías que terminan entre sábanas y promesas de desayuno amargos.”

Solté la carcajada que sabía más a celos que a sesión de cortesía antes de continuar: “Pero un día dijiste como al azar que Onetti te parecía aburridísimo y preferías a Cortázar. Sonreí y te inventé dos letras nuevas de un abecedario que sólo tú conoces. Iluminada, cansada de tanta perogrullada mía, soltaste tu aversión a Coelho y otros dos. Extendiste, así como cheque al portador, que no te hablara de religiones, salvaciones ni de Dios. “Va” –te respondí mientras bostezaba y te cometía una falta de ortografía entre el cabello.

-¿Recordás cuando te pregunte si esto era la historia sin fin?
-Todo acaba, respondiste sin dudar.

Me vi tan reflejado en tu ternura bestial que me resigné a que el cuento terminaba ahí. Luego, cuando firmamos con un beso la renuncia a esto que empezó como un juego, sonreímos, nos supimos exiliados de Ludicalia y vos, como en un plano cuidadosamente trazado, escribiste sobre mis labios la palabra “Fin”.

“Dios no juega a los dados” reverberaba tu voz en mi mente mientras te observaba alejarte entre el gentío de un domingo a las cinco menos diez.