“Tampoco pienses que pudo ser de otra forma. Imagina la de coincidencias que tuvieron que ocurrir para que tú y yo, envejecidos de tanta niñez, nos arrojásemos a este laberinto sin escalas” -me escupiste desde el café americano del primer domingo que teníamos para nosotros. “Ni tampoco creas que nuestro ayuno de palabras al reconocernos, era parte de un destino manifiesto (no me tengo en tan alta estima de las deidades). Jamás he pensado que fuera un milagro, un prodigio, profecía de Felicidad. Tal vez sólo fue una de esas derivadas con tendencia infinita, alguna integración que no encajaba del todo. Algo así como la ecuación que un niño se aburre de resolver y simplemente deja fuera cualquiera de las variables para darle una solución inmediatista.” Yo seguía pensando esa puta manía tuya de llevarlo todo a la matemática.
Entre fastidiado y desmemoriado sólo atiné a responder: “Por eso, lo de aquí y ahora tiene esa explicación barata y pueril de decir que fue así como sólo dar la vuelta a la esquina y coincidir con tu mirada; o entrar en esa oficina y elaborar tu sonrisa desde algún recuerdo borroso; o pedirme la hora mientras tarareabas la rolita del Joaco y sus secuaces, y yo hacía segunda y te invitaba a café antes de decirte que tenías “la oportunidad de ser una mujer además de una dama”
Suspiraste malignamente: “Ni siquiera tuve la intención de saberte a medias, de conocerte un poco. Yo ya estaba aburrida de esas cacerías que terminan entre sábanas y promesas de desayuno amargos.”
Solté la carcajada que sabía más a celos que a sesión de cortesía antes de continuar: “Pero un día dijiste como al azar que Onetti te parecía aburridísimo y preferías a Cortázar. Sonreí y te inventé dos letras nuevas de un abecedario que sólo tú conoces. Iluminada, cansada de tanta perogrullada mía, soltaste tu aversión a Coelho y otros dos. Extendiste, así como cheque al portador, que no te hablara de religiones, salvaciones ni de Dios. “Va” –te respondí mientras bostezaba y te cometía una falta de ortografía entre el cabello.
-¿Recordás cuando te pregunte si esto era la historia sin fin?
-Todo acaba, respondiste sin dudar.
Me vi tan reflejado en tu ternura bestial que me resigné a que el cuento terminaba ahí. Luego, cuando firmamos con un beso la renuncia a esto que empezó como un juego, sonreímos, nos supimos exiliados de Ludicalia y vos, como en un plano cuidadosamente trazado, escribiste sobre mis labios la palabra “Fin”.
“Dios no juega a los dados” reverberaba tu voz en mi mente mientras te observaba alejarte entre el gentío de un domingo a las cinco menos diez.
Entre fastidiado y desmemoriado sólo atiné a responder: “Por eso, lo de aquí y ahora tiene esa explicación barata y pueril de decir que fue así como sólo dar la vuelta a la esquina y coincidir con tu mirada; o entrar en esa oficina y elaborar tu sonrisa desde algún recuerdo borroso; o pedirme la hora mientras tarareabas la rolita del Joaco y sus secuaces, y yo hacía segunda y te invitaba a café antes de decirte que tenías “la oportunidad de ser una mujer además de una dama”
Suspiraste malignamente: “Ni siquiera tuve la intención de saberte a medias, de conocerte un poco. Yo ya estaba aburrida de esas cacerías que terminan entre sábanas y promesas de desayuno amargos.”
Solté la carcajada que sabía más a celos que a sesión de cortesía antes de continuar: “Pero un día dijiste como al azar que Onetti te parecía aburridísimo y preferías a Cortázar. Sonreí y te inventé dos letras nuevas de un abecedario que sólo tú conoces. Iluminada, cansada de tanta perogrullada mía, soltaste tu aversión a Coelho y otros dos. Extendiste, así como cheque al portador, que no te hablara de religiones, salvaciones ni de Dios. “Va” –te respondí mientras bostezaba y te cometía una falta de ortografía entre el cabello.
-¿Recordás cuando te pregunte si esto era la historia sin fin?
-Todo acaba, respondiste sin dudar.
Me vi tan reflejado en tu ternura bestial que me resigné a que el cuento terminaba ahí. Luego, cuando firmamos con un beso la renuncia a esto que empezó como un juego, sonreímos, nos supimos exiliados de Ludicalia y vos, como en un plano cuidadosamente trazado, escribiste sobre mis labios la palabra “Fin”.
“Dios no juega a los dados” reverberaba tu voz en mi mente mientras te observaba alejarte entre el gentío de un domingo a las cinco menos diez.
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