Desde las alturas todo se observa mejor, la distancia permite tener una mejor perspectiva. Así, desde arriba, a punto de poner el punto final a una historia jamás escrita, recapituló. Respiró hondamente, en su encuentro frente a frente con el destino. Al fin le había ganado la batalla, y podía escribir su propia historia.
No fueron los desengaños previos los que los habían llevado a este final. No. Tampoco fueron las promesas rotas ni las obvias diferencias entre ellos. Sería injusto culpar a la distancia, o a la suerte (porque la suerte…), incluso más injusto sería culparla únicamente a ella. Sí, tal vez era sólo que hasta la más bella y perfecta tiene capacidad para tropezar y caer. También podría ser que con el tiempo hasta la más etérea puede ser terrenal.
A unos centímetros y segundos del final le quiso dedicar tiempo a las explicaciones, a las razones, a los recuerdos, y quizá, sólo quizá, a la nostalgia y la tristeza. La nostalgia de saberse sin historia, la tristeza de no querer escribirla. Sintió rabia contra ella, la razón, y contra él, el tiempo. Maldita razón que le hizo saber que ella no era Ella. Maldita razón que venció a la ilusión. Le reclamó un poco al tiempo por susurrarle tantas veces al oído la verdad acerca de su no–Ella.
En la lista de culpables también la pudo culpar, por no querer ser cuando era, y por el constante querer ser cuando ya no sería. La culpó por sus ahora intolerables faltas de ortografía. La culpó por su disfraz mal logrado de burguesa. La culpó por sus celos, por sus frivolidades, por sus confusiones; la culpó por esforzarse inútilmente para seguir siendo. La culpó por tropezar sin impedir la caída. La culpó por no querer ser escritora de la más linda historia, y por pretender escribir sobre páginas tachadas.
Al final, también admitió su culpa ("La culpa es de uno…"). Culpable por haber creído, culpable por haber sufrido lo innecesario, culpable por la desconfianza y desilusión que ahora escribían sus nuevas historias, y culpable por escribir el final.
La tomó entre sus manos, se despidió con la mirada. La recorrió por última vez, y la dejó caer. No la sostuvo más, no luchó ni un minuto más para impedirlo. Así, en caída libre, sin ningún beso, ni recuerdo, ni ilusión, ni sueño capaces de impedir la caída. Cayó, al abismo de lo ordinario, de lo banal, de lo cotidiano. Caída profunda, de la que ni la más rubia, ni la más alta, ni la más delgada, ni la más culta se pueden levantar.
Marzo 09, 2005.
Condechita
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