sábado, agosto 16, 2008

Aniversario


“..porque el amor cuando no muere mata
Porque amores que matan NUNCA mueren…”


Creyó que se le había terminado la inspiración. Como si fuera cierto que la inspiración se contiene en una botella, se bebió todas hasta la última gota; y cuando al final no quedaba nada, con lo poco que tenía de sobriedad, cerró el cuaderno negro, tiró el bolígrafo de tinta blanca y se dijo: “ni una vez más”

Creyó que eso sería todo: se afeitó las ganas de salir a buscarla, le dio dos tiros de gracia a la nostalgia (no fuera que reviviera cualquier día) y tiró a la basura los cachitos de las fotografías dedicadas que rompió. Borró cada archivo y cada canción que le inyectara un poco de pasado. Así fue.

Creyó que mudarse de ciudad, respirar nuevos aires, oler otros perfumes, amanecer en otra cama que no fuera la que le suspiraba, iba a ser suficiente. En el colmo del cinismo, vio otros atardeceres, suspiró por otros besos y, en pocas palabras, se reinventó. Así fue.

Creyó que dedicar mañanas y tardes, noches y madrugadas a sus nuevos propósitos, cantar canciones alegres y no nombrarla era suficiente. Se enamoró y desenamoró de quince mujeres más. Alguna vez, pasando por la ciudad de sus tragedias, sonó, como por casualidad, aquella canción que era un tácito acuerdo de no olvidarse. Apagó, de un sólo golpe el estéreo y se puso a tararear el himno a la alegría. Así fue.

Creyó que besar otros labios, abrazar otros ideales, sentir otras manos era suficiente. Bebió café en otros mundos, se perdió en noches insalvables donde se hablaba de todo y de nada, mientras él defendía la soltería como el más grande mérito de un hombre. En su nueva vida, organizada hasta la saciedad, todo era un minuto a minuto, desde el desayuno hasta dormirse a la misma hora. En esa monotonía se sentía feliz, tranquilo, pacíficamente a salvo, como si hubiera regresado del naufragio más grande de la vida, como si ahora todo tuviera que ser pasivamente hermoso, sin sobresaltos, sin pasiones, sin emociones, con rutina que sabía a tranquilidad. Así fue.

Creyó que escondiéndose entre libros y política, entre economía y programación, entre la misoginia y el debate, iba a poder huir de su pasado, tortuosamente maravilloso, malditamente hermoso, si hay que decirlo

Pero los fantasmas corren rápido y pasado no es olvido. Así lo sorprendió el canto de las aves la mañana del dieciséis de agosto. Con la resaca en todas partes pasó saliva pesadamente. A ojos cerrados tentó el buró para encontrar la cajetilla y encendió el primero del día mientras localizaba el control remoto del estéreo que le dio el “buenos días” con Sabina y su voz rasposa del “no, no puedo enamorarme de ti”. Al voltear vio a la mujer de la noche anterior, durmiendo tranquila, sin querer despertar y acurrucándose a su lado. Se levantó sin hacer ruido cuando ya Serrat le taladraba las encías con “aquellas pequeñas cosas” y entonces abrió los ojos. Se miró al espejo. Diez kilos más, encontró la tercera cana que, esta vez, le metió un gancho al hígado. Descubrió nuevas arrugas, la barba crecida, la mirada más triste que nunca y sólo entonces atinó a preguntar: “¡¿qué chingados me pasa?!”

Los fantasmas corren rápido. Pasado no es olvido. “Hay muertos que no hacen ruido, llorona, y es más grande su penar”. Repitió los tres enunciados como si tuviera un viejo karma qué pagar e instantáneamente le dijo a la mujer (de cuyo nombre no se acordaba, por más que lo intentó) “adiós”. Sólo entonces supo que todo lo que había hecho hasta la fecha no servía para nada.

Ni los atardeceres, ni la vida organizada, ni la política ni el discurso comunista, ni la misoginia ni el despotismo, ni las otras pieles ni las otras luces, ni el canto de las aves ni las noches insalvables, ni la música alegre, ni los amigos, nada de eso servía. Era dieciséis de agosto, “fecha para recordar”, se dijo. Así fue que regresó a ser el que había sido, a extrañarla a Ella que, seguramente, estaba mejor que con él.

Creyó todo eso durante esos ocho años, pero creer es no saber. Los fantasmas corren rápido. Pasado no es olvido. Tiró dos que tres lágrimas en ese día, vivió para el recuerdo y nada más importó. Regresó a la música triste, a la nostalgia –que había revivido con todo y sus dos tiros de gracia, abrió el cuaderno negro, salió a buscar un lapicero de tinta blanca para escribir, simple, tranquila, sencillamente. Te Recuerdo. Así fue.

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