La noche es la mitad de la vida y -definitivamente- la mejor mitad
Goethe
Hay quien dice que las grandes revoluciones, las mejores amistades y las más apasionadas historias de amor tienen algo en común: son casuales, imprevistas, insospechadas y absolutas. Quién sabe. Sólo sé que no lo planearon, simplemente lo decidieron. Esa tarde ella estaba aburrida de dormir veinticuatro horas interrumpidas por dos visitas al baño y una a la cocina. Él, desde su esquina del mundo, se puso a arreglar la política internacional, el fútbol y los misterios femeninos con su más cercano partenaire intelectual. Cada quien desde su atalaya, cada cual en su púlpito, cada uno en su llanura –o su páramo, vaya usté a saber.
Seguramente los dos bostezaron al mismo tiempo, parte por el frío de la tarde de cambio climático sensible, parte por tedio y alguno se atrevió a preguntar: “y si vamos por el café que nos debemos?” y el otro dijo simplemente, “va”. Dicen que así empiezan las revoluciones, las grandes amistades, las historias de amor inolvidables. Quién sabe. Vaya usté a saber
El caso es que se encontraron a deshoras de la tarde, con la lluvia latiendo por las aceras encharcadas y los parabrisas que no se olvidaban de llorar. Él oteó el ambiente del área de fumar (qué, ¿hay de otra?) y reconoció –casi sin pena ni duda- los ojos color verde mariguana de los que el Sabina habló alguna vez. Detrás de la neblina de tabaco, ella y la sonrisa plena, franca, sin dobles ni triples intenciones. El abrazo cálido, breve, sincero, determinó el rumbo de las cosas: dos que se re-encuentran después de mucho tiempo de ni siquiera conocerse,con la familiaridad de los sediciosos que han compartido un Golpe de Estado, una conspiración, un acto subversivo, y sobrevivieron para contarlo.
Así fue, y no de otra manera, que hilvanaron sus historias. A trompicones e interrupciones, a risas y sonrisas. La infalible carcajada cuando hablaron de temas tan simples como absurdos. La seriedad y el protocolo cuando los temas absurdos -pero no tan simples- hicieron su aparición. Cotejaron sus historias, y aunque ambos sabían que todos los finales son el mismo repetido, deslizaron sobre la mesa un acuerdo tácito: la esperanza de no decirlo.
Por su parte, el tiempo aunque no tuvo tiempo de hacer inventario de los cigarros, el café y las palabras, sí exigió el pago de su cuota de placer. Y fue el tiempo, ese perseverante miserable, el que seduo a la mesera medianoche para que les dijera, previo carraspeo y sonrisa fingida: "señores, ya vamos a cerrar".
Muchas cosas quedaron en el tintero, algunas más que las colillas que llenaron el cenicero. Salieron al frío de la noche, él, con una verdad recién aprendida, un aprendizaje verdadero; ella, jugando a vivir, viviendo como en juego; con los ojos verdes iluminando la noche, brincando entre charcos, evadiendo el protocolo.
Luego, ya sabe usté, la despedida, el lugar común del "ojalá que volvamos a vernos..." y la frase, combinada con el café, que produce insomnio: "Para ser feliz, no siempre necesitas tener la razón"... pero ésa es otra historia.
Vale pues. Salud, un café y un cigarro para continuar la conversa.
U.
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