"-¿y cuál es tu plan para hoy?
- vivir!"
escuchado en alguna conversación.
Ni siquiera se percató de la fecha. Esa mañana se bañó como cualquier día, pensó en los pendientes y los proyectos, en los sueños y las pesadillas a granel. Todo perfectamente planeado para un día más de rutina. Como por azar o frenética costumbre, escuchó la radio y las noticias. La nota roja, los desmanes de la política, el eterno andar hacia el desfiladero. Luego, como su masoquismo alcanzaba cotas realmente risibles, leyó el diario: periodistas comploteadas, guerras, economías en quiebra, un presidente con el IQ de una amiba. El "1984" de Orwell llevado a la realidad. Putamadreó un rato, no se resignaba y, sin embargo, tuvo tiempo para desgranar una sonrisa. No supo por qué.
Movió la cabeza negativamente para asegurarse de no haber perdido la última gota de indignación. Salió a la calle, enfundado en el uniforme del obrero actual. Bostezó mientras esperaba el colectivo, se perdió en las medias y las piernas y la falda y la cintura breve -brevísima- y el perfume y la nariz de la "secre" que iba al trabajo con la pose de diva. Por algún tipo de sortilegio, un escalofrío le recorrío la espalda. No supo por qué.
Llegó a la oficina, perpetró el crimen del café y el cigarro matutino, atacó las teclas inmisericorde, con una fruición cercana a la enfermedad. Volvió a bostezar mientras veía los globos rojos y en forma de corazón pululando por doquier. Se desajustó la corbata que empezaba a ahogarle la garganta, alguien dijo algo y él alargó un suspiro como si nunca antes hubiera tenido la oportunidad de respirar. No supo por qué.
A la hora de la comida vio a todas las parejas tomadas de las manos, las rosas y las tarjetas, las sonrisas y los besos, los abrazos y las miradas, el perfume y las palabras. Todo mientras él, con la vista fija en algún lado -o en ninguna parte- seguía repasando los pendientes para el resto de la tarde. Súbitamente se escuchó cantando una antigua canción. No supo por qué.
La tarde transcurrió sin mayores bemoles y ya por la noche, en el inmundo tráfico, con los cláxones repitiendo la melodía del desespero, a través de la densa nube de smog, empezó a elucubrar el inventario para el día siguiente: hablar con tal, hacer cual, pensar esto y no decir aquello. Mientras el atorón hacía de las suyas y con velocidad era cero, vio en el cielo la luna, más linda que nunca, más redonda que nunca y, por algún atávico proceso, se llevó la mano a la frente, cerró los ojos y se inscribió a una tristeza momentánea. Pero no supo por qué.
El departamento pequeño, más frío que todos los días, le recibió sin diplomacia con las cuentas del agua, luz, teléfono y gas. El refrigerador le mostró con descaro sus interiores desnudos y el control remoto de la televisión se negó a obedecerle. Así que se fue a la misma habitación, en la misma cama, y con el mismo libro que no terminaba de leer.
Sólo entonces, sólamente hasta ese instante, mientras se aflojaba el nudo de la corbata, mientras intentaba quitarse un zapato con la ayuda del otro, repasó su día y encontró el por qué del suspiro, el por qué de la sonrisa, el por qué de la tristeza, el por qué de la mirada, el por qué de la canción. El nombre -que según él había olvidado- le golpeó la boca del estómago, le sacudió las entrañas, lo obligó a apretar los ojos y los dientes. En un proceso inconsciente, el mismo nombre afloró en sus labios como en un murmullo y, lentamente, sin aspavientos ni dramas de por medio, empezó a escribirle una carta sin remitente ni destinatario, en el día más comercial del año.
Luego, liberado de su carga, se dispuso a continuar con la rutina de esta vida sin technicolor.
Vale pues. Salud y que el 14 de febrero sea diferente al 13 y al 15. Nomás por el gusto.
El U.