"Porque el tiempo, el implacable, el que pasó,
siempre una huella triste nos dejó."
(Pablo Milanés)
Por pura curiosidad, hábito, morbo, quién sabe, se miró al espejo, su deporte favorito. Encontró dos arrugas de adelanto y sonrió para remarcarlas. Los doce kilos más, producto de su vida dispendiosa, también vinieron a su encuentro. Ese proverbial valemadrismo le invadió y se dijo que él sabía asumir las consecuencias. Sólo entonces, esa mañana tuvo la paciencia de evocar el encuentro (re-encuentro?).
Claro, ya se sabe, a pesar de que pudo ser real, o no, lo cierto es que la historia es mucho más común de lo que se pueda pensar: Armando caminaba por esas calles de Dios una tarde de viernes sin algo qué contar y mucho qué aprender. Evitó los bares de putas ya conocidos y se dijo que era tiempo de tomar una botella de vino tranquilamente.
Así que dobló a la izquierda (siempre a la izquierda) en la calle -ésa de cuyo nombre no quiso acordarse- y sintió el vientecillo frío de la tarde-noche. Metió las manos en la gabardina, más por hacerse el interesante que por verdadero frío. Miró en derredor y nada llamó su atención. Ese día, simplemente, Armando no quería detenerse a observar la vida,quería -simplemente- sustraerse del mundo y dejar de ser él por un rato.
Caminó por la avenida llena de ambulantes y el típico "a peso a peso". Alguien le tomó del brazo para detenerle en su camino y justo cuando estaba a punto de dar el ya sabido: "no, gracias", ella le dijo: "¿ya no saludas?". Armando entrecerró los ojos a manera de pregunta y luego los abrió como platos y -como salido de lo más profundo del corázón- atinó a decir: "Hey! cómo estás?!" Claro que no la reconoció. Claro que por su mente pasaron muchos nombres -excepto el de ella. Claro que el mundo se detuvo.
Se acarició la barba y soltó una de esas mentiras que se saben piadosas pero inescrutables: "es que voy un poco apurado, tú sabes, los pendientes y esas cosas..." Evidentemente ella no le creyó y sonrío. Sólo entonces él reconoció un poco de esa magia que le había hecho la vida tantos años antes.
Por eso aventuró el nombre: "Estela, mi niña Estela, cómo va todo?" preguntó él en uno de esos lugares comunes. Ella encendió un cigarrillo, levantó los hombros, hizo el gesto de "valiendomadre" y dijo: "Sí, bien, ya sabes..."
La recorrió de arriba a abajo con la mirada. ¿Qué había pasado? Del cabello largo, alaciado y claro cada día, no quedaba nada. En su lugar, el cabello recortado, estilo militar, de tonos rojos y negros hacía presencia. Ya no vestía de faldas largas y hippiosas de las que él hacía sorna. Tampoco estaban las pulseras y los collares. Estaba cambiada. Absolutamente cambiada.
Pero sobre todo la mirada, la mirada no era la misma, podrían haber cambiado muchas cosas en ella (la percha cuenta), pero esta mirada no era esa de niña confundida por el mundo, con ganas de aprender. Esta mirada no era de expectativa. Era una mirada soberbia, amarga, dura, ruda, cruda. Una mirada que sabe lo que quiere y que no se gasta mintos en idilios. De más está decir los kilos extras (él también contaba con su dotación) que le sorprendieron por recordar a "la princesita" que cuidaba no comer cinco calorías de más.
"Te invito una cerveza" aventuró él. Ella hizo un gesto -ese gesto tan esperado- y respondió lo que él ya sabía: "no tomo, pero te acepto el café". Así que se fueron al primer Vips que encontraron. Se pusieron al corriente de las vidas, volvieron a reir: ella muy pocas veces con esos ojos más oscuros detrás del maquillaje y la nueva pose, él detrás del escalofrío y la incertidumbre.
Ya se sabe: cuando dos se dejan, la vida cambia radicalmente. Luego de las lágrimas viene la reconstrucción, la negación y, consecutivamente, vienen nuevos amores, nuevo horizontes...
De todo esto platicaron, claro que auando el reloj marcó las doce, se despidieron, se dieron el abrazo de rigor y el "me encantó haberte encontrado nuevamente" tan falso el de él, el "que bueno que estés bien", tan sincero el de ella. Se fueron cada cual a vivir su vida, él a sus cenicientas de saldo y esquina, ella a cuidar al bebé que cuidaba su esposo.
Armando regresó a la calle, con mucho más frío -aunque era verano. Llegó a la casa, se acostó en la cama donde nadie lo esperaba y la recordó... así, como era, delgada e indefensa, cabello claro, largo y planchado cada día, pero sobre todo como había sido para él: tierna, dulce, adorable... cursi, sí, un poco, pero siempre, siempre suya...
Tuvo el tiempo y la paciencia para suspirar y desearle una feliz vida...
Luego, vos sabés, la vida siguió.
Vale pues. Salud y sabed que es una "sabia virtud conocer el tiempo.. A tiempo amar y desatarse a tiempo..."
Ulises, imaginando.