martes, abril 07, 2009

Aniversario.

Para los exiliados, porque algún día encuentren el camino de vuelta.
Aquella noche, se despidió de los pocos que habían sobrevivido. No eran más de dos, o tres. Todavía pensó, antes de beber el trago de autoexilio, si era conveniente realizar ese blanqueado de sueños a granel, vaciar el diccionario de todas las palabras que significaban rebeldía. Oteó el ambiente, por si acaso le seguían de cerca los recuerdos tortuosos, los sueños rotos, las pesadillas en high definition. Pero no, no había nadie. Sólo sus más cercanos, los más entrañables, los que quedaban después del sexenio más lúgubre.
La terminal a media luz, no era ni siquiera un sucedáneo de los aeropuertos donde solía acotar la soledad con la típica frase que dirigía a las azafatas de ocasión: "sabés volar?". Pero cada quién va tejiendo y destejiendo sus confrontaciones con la soledad y quién sabe cuántas veces se pueda derrotar a la nostalgia, convocar a la alegría. Quién sabe.
Lo cierto es que esta vez no estaba el horno para felicidades ni nostalgias, sólo para urgencias. Así que con la maleta cargada de inciertos, uniformado de dudas, con la mirada áspera, impaciente, subrepticia, deambulaba por los andenes, no fuera que sus perseguidores le hallaran las pisadas, o los pinches cuicos de siempre le fueran a delatar.
Total, que cuando el autobús tomó carretera no supo si sentirse agradecido o temeroso. Sintió que traicionaba a los que se quedaban. Pero asumió -por vez primera, quizá- que eso era necesario para sufragar las revoluciones personales, o -quizá. quién sabe- para curarse en salud.
Así fue que, hace un año y un día, desembarcó en su exilio, con un calor atorrante, como hoy, con diez kilos más de los que tiene hoy, con las ganas pequeñas de regresarse en ese mismo instante (quién iba a decir que la ganas no iban a desaparecer, todo lo contrario). Con un par de posibilidades y dos pesos, con la barba de tres días y los ojos del sueño. Desembarcó en su exilio.
Acaso no tenía la más remota idea de que allí, justamente en esa ranchería olvidada del mundo, donde ni Pedro Páramo se hubiera atrevido, en esa Comala hirviente, un año después, aprendería a aprender. Olvidaría lo otrora inolvidable y, podría sonreir, con la sonrisa chueca, a mandíbula batiente, porque sabía el camino de regreso a la libertad...

Vale pues. Salud y que los exilios siempre tengan algo qué enseñar

El U.